El instinto es una caja de saberes estruendosa antes de que algo se nos enseñe. Mi hija llora por hambre, por frío, por calor, por la temperatura del agua. No le enseñé ni a llorar ni le expliqué qué debía solicitarme, es una viejecilla sabia, una rockstar con pedidos rigurosos para su camerino. No está dispuesta a aguantarse el hambre cinco minutos más, ni a pasar tiempo lejos de brazos más allá de lo que necesite. No soporta cuando las tardes son calurosas porque se encerró el bochorno, tampoco que el agua de su baño esté poquito más arriba de tibia. Yo anoto sus gustos y me siento admirando a una reina de la antigüedad. Pero los días avanzan y sus bostezos se comienzan a parecer a los míos, aunque a veces creo que soy yo la que la imita. También ya le sale hacer, de prontito, ese gesto de sorpresa que hace mi hermana, a quien enfoca por minutos porque le causa mucha curiosidad su cabello esponjado. Parece que mi hija también ha estado tomando apuntes.