Leo a una mujer: «Tres años siendo mamá, los tres años más felices de mi vida», a propósito de su niña cumpleañera, asiento con la cabeza. Antes hubiera dicho: Pero no hay necesidad de mentir, nadie puede ser así de feliz por ser mamá, si ser mamá es sacrificio, cansancio, desvelo, frustración, arrepentimiento, explotación y sueños no cumplidos, y sabiendo todos esos riesgos, así yo decidí maternar, me parecía que sabía a lo que me metía. Lo que nadie me dijo con este lujo de detalle, quizá un poco mi propia madre cuando decía que una vez que la viera ya no iba a recordar mi vida anterior, como si mi hija siempre hubiera estado aquí, es que iba a amanecer riendo como una loca desde que Siwuatl nació. Ella ríe, yo río, es nuestro lenguaje de las mañanas. A veces reñimos un poco, es un decir, es que ella grita balbuseos y no la entiendo, como si me reclamara tantas cosas. Por la noche, antes de lograr el sueño, lloramos poquito juntas, luego caemos dormidas abrazadas, yo aún pretendo trabajar por las noches y caigo rendida, acumulando pilas de documentos en mi escritorio, pero no importa, todo puede esperar. Vuelve a despertar y vuelve a reír, me mira como si yo fuera una maravilla y yo le devuelvo la mirada, la famosa relación madre e hija y ahora me toca ser su madre. Le creo a esa mujer que escribe que lleva tres años siendo muy feliz con su pequeña hija, antes no le hubiera creído.