Es gracioso porque yo nunca lo escribí, pero tenían razón. Hice dos textos separados hace algunos años. En «Enseñar a comer naranjas» (2020), contaba cómo mi madre comía naranjas cuando yo era niña y cómo aprendí a disfrutar la comida por mirarla, me preguntaba en ese texto si yo podría enseñar ese mismo placer de comer a mi hija, es un texto súper compartido por los hombres porque en la línea donde escribo que mi madre comía «extasiada», ellos leen «excitada», para mí es una diferencia fundamental, extasiada es emocionada y excitada tiene connotaciones sexuales. Se me acusó de estar enamorada de mi madre, no me desagradó la imputación.
En «Una aproximación a la noción de ginealogía» (2019), compartí cómo el olor de nuestra cuerpa, de nuestra propia vulva, nos recuerda a nuestra madre, no solo a mí sino a compañeras feministas, olernos a nosotras mismas es percibir el olor a nuestra madre, de maneras extrañas como un viaje en el tiempo, como si fuéramos ella y nosotras una sola. Ese texto también fue tergiversado y entendido por los hombres (y mujeres patriarcalizadas) como una oda sexual cosificante a mi madre, nada más alejado de la realidad.
Con los años, los hombres revolvieron ambos textos y terminaron diciendo a modo de leyenda urbana que yo afirmaba que mi mamá olía a naranjas, algunos usan memes de naranjas para invocarme y me volví más celebridad de su bajo mundo de lo que ya era. Es interesante porque ciertamente su conclusión era verdad, pero apenas lo supe bien a bien en mi cuerpa, ya no como metáfora, es que desde hace muy poco huelo tremendamente a naranjas: naranjas perfumadas, naranjas dulces, naranjas en primavera, almíbar de naranjas, naranjas en piloncillo, naranjas con dos gotas de limón, naranjas con azúcar, té de naranjas, pay de naranjas, mousse de naranjas, nieve de naranjas. Y efectivamente es el mismo olor de mi madre, el que me ha dado sentido desde su útera hasta el día de hoy. Es gracioso porque yo nunca lo escribí, pero tenían razón.