Generalmente nos es más fácil reconocer a la otra que a nosotras mismas: Mi amiga es brillante, inteligente, lista, hermosa, valiente, su cabello es el más hermoso. Esto lleva varias paradojas, primero que quién sabe cuánto es posible reconocer la otra desde nuestra propia autoestima destruida en el patriarcado. Y la otra es que lo que reconocemos de la otra nos sirve de espejo para trabajarnos nosotras mismas al mismo tiempo, es decir, mientras te reconozco me reconozco. ¿Cuántas veces no le hemos dicho a nuestra amiga un cumplido y ella nos lo regresa de vuelta con el mismo contenido asegurando que nosotras somos así y no ellas? Ay, amiga, te admiro por ser tan segura. No, tú eres segura. No, tú. De igual manera ocurre con características no tan agradables: Me choca que seas tan necia. Mira quien habla. No, yo no soy. Sí, súper necia.
Lo mismo pasa con quienes sabemos harán daño a nuestras amigas. De nueva cuenta nos es más fácil reconocerlo en la otra que en nosotras mismas. Miramos cómo se le acercan y la tratan. Sabemos que hay algo ahí que viene anunciando que la herirán de alguna manera, aunque a veces no sepamos cómo explicarlo para que nos crea. Así que le advertimos que ahí algo anda raro, que no te gusta cómo la están tratando, que puedes detectar quince mil signos de que por allá no es el camino, que tal persona no la está respetando, de esa situación que está de más, que eso es uso, etcétera, porque la queremos proteger porque la amamos. Y por otro lado, reconocemos en su vida justo el tipo de comportamientos que nos han herido también a nosotras, aunque sea más fácil reconocerlo en otras y no cuando nos lo hacen a nosotras, otra vez el espejo a modo de: Ay, amiga, esa persona quiere sacar provecho de ti. No, de ti. De ti.
Lo que quiero decir es que confíen en las sabias palabras de las mujeres que las aman, aunque de primeras no haya pruebas, pero tampoco dudas, de lo que nos quieren advertir.