Leí no hace mucho a una connotada académica muy popular en las universidades, quien decía luego de un discurso maravilloso antirracista, que era tiempo de creer en un cambio y de volver a casa: a lado de padres, hermanos y todos los varones del grupo, para defender la tierra. Volver a casa. ¿Qué casa? ¿Nuestra? ¿Volver a casa con los agresores? ¿Esos que violentan a mujeres de todas las edades mientras a nosotras nos ponen una sonrisa aliada y nos sujetan en diferentes y sofisticados tipos de violencia?
Nosotras también queremos volver al hogar, pensé, claro, el hogar de las cocinas compartidas, la de los ríos de carcajadas, la de los abrazos, la de la complicidad amorosa, con las mujeres, hermanas, madre, hijas, sobrinas, las niñas y las adultas, las amoras y las desconocidas, ese hogar que hemos conservado con tanto esfuerzo, que se nos vuelve vida cotidiana a miles, a muchas más de lo que a los hombres les gustaría imaginar.
¿Quién perdió la esperanza? ¿Perdemos la esperanza al continuar el legado potente de sociedades lésbicas separatistas que datan de miles de años atrás? ¿Quién pierde la esperanza? Para ellas, nosotras perdimos la esperanza. Sin embargo, no somos quienes estamos pidiendo ni solicitando volver a la casita con ningún agresor. ¿Eso es perder la esperanza? Parece ser que sí, pero me faltaba entender algo, algo muy obvio, que en el mundo de los hombres no querer trabajar con ellos es perder la esperanza, porque ellos son la luz, el sol y todas las estrellas.
¡Vaya!
¡Es eso!
¿Perdimos la esperanza? No, ellos perdieron la esperanza de nuestro sometimiento sin resistencia. Que lo hagan. Que el patriarcado pierda la esperanza de que seguiremos atadas a ellos, que pierdan toda la esperanza, que no hay más mujeres obedientes jamás, que aquí las estrellas, todas, llevan el nombre de mujeres.