En el Ajusco, había un jardín de laberinto que usaban los estudiantes adinerados para hacer fiestas clandestinas de la universidad. En una parte del terreno había una casa estilo europeo donde solo ingresaban los administradores de la fiesta, ahí se resguardaban del clima helado de la medianoche, entre cartones de alcohol que ellos vendían, la demás gente paseábamos a oscuras y sin rumbo en un laberinto que destruíamos sin ton ni son, metiendo nuestros cuerpos entre los huecos de los arbustos con el objetivo de poder salir. Al centro del laberinto había un hombre joven vendiendo droga y mucha gente cayéndose alcoholizada. Yo había ido con un “amigo” gay y para llegar usamos dos combis del transporte público, no teníamos dinero y creo que compartimos una cerveza tibia todo el rato. La invitación había llegado de él, por sus aspiraciones siempre inocuas de pertenecer a un mundo ajeno, ahí estaban los y las consejeras universitarias, jóvenes de mejillas rosas, ojos verdes y cabello rubio, de la universidad pública donde también estudiábamos. No sabíamos cómo volveríamos a casa, pero suponíamos que la fiesta duraría hasta el otro día. A las tres de la mañana la fiesta terminó, nos pidieron retirarnos y la gente joven adinerada tomó sus camionetas para bajar de la montaña. Recuerdo a ese tal amigo pidiendo ride a quien fuera, pero nadie nos subía. Yo había llegado un año antes a esta ciudad y no sabía ni siquiera dónde estábamos, pensaba que si nos quedábamos en la puerta quizá podríamos resguardarnos, y mi tal amigo había creído que alguno de sus amigos de esa clase social se apiadaría, nadie nos subió. El susto era aún más inmenso sin ningún estupefaciente en nuestras venas, pero la ignorancia era aún más grande, así nos animamos a caminar entre la penumbra como si siguiéramos aquella máxima que dice que para vivir hay que moverse. Nada se veía, pero se vislumbraba una “y” en la carretera, la recuerdo azulada, como si la luna nos ayudara un poco: ¿Debíamos tomar el camino izquierdo o el de la derecha?, hacía frío y no podíamos hablar del miedo, creí que había llegado el final de mi vida, mis manos se congelaban y mis ojos ya no alcanzaban a mirar algo. Un auto paró y nos dijo que subiéramos, al principio no quise, aterrada, hasta que vi a una señora molesta porque había ido a recoger a su hijo y en el auto ya iban más adolescentes, con quienes entramos encogiendo el cuerpo. Ella nos había visto en el camino y decidió volver, nos dejó por Perisur porque ahí desviaba su trayecto y el departamento de ese tal amigo no estaba tan lejos, apenas unos veinte minutos caminando rumbo a Av. del Imán. Ya andando sobre Insurgentes Sur llegamos al destino, luego de atravesar por calles desiertas, imposibles y oscuras con rayitos de santas farolas alumbrando nuestros pasos. La mamá de él me invitó muy amable un café al despertar creyendo que yo era novia de su hijo y él meses tarde inventaría cosas de mí que me perseguirían hasta terminada la universidad, sin embargo, como su mundo siempre fue la moda, nunca más nos volvimos a ver. A veces cuando tengo miedo, aún aparece la “y” en medio de la nada y no puedo ver qué hay en el camino, tengo miedo de que un auto pare y otra vez el miedo a subir, pero hay una mujer algo molesta que ofrece un cachito de su auto para volver a casa, así creo que fue crecer en esta ciudad.
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