Soy una lesbiana, una mujer lesbiana. No tengo grados de pureza porque tuve un novio de la universidad que me hacía amanecer entre sus vómitos de borracho. Tampoco me interesan los rankings porque conozco de sobra que aún entre quienes hoy se consideran heterosexuales, existe una repulsión innata al cuerpo de los hombres, confesada como secreto bajo sofisticadas mentiras de discurso de supuesta atracción. Invito a la lesbiandad porque es posible dejar de creer en destinos y arrancárnoslo de la piel. Inicié en una lesbiandad ingenua, me enteré tarde, en carne propia, que a las lesbianas nos avientan cosas, nos gritan por la calle, nos acosan, incluso nos llevan al juzgado cívico por pasear en un parque, a decir verdad, eso resulta poco para lo que enfrentan la gran mayoría de lesbianas en estas tierras. Sumé años y creció mi cabello, cuando una crece las mujeres mayores supuestamente heterosexuales y las mujeres lesbianas nos empezamos a parecer, usamos ropa holgada y tenis, a la gente le cuesta diferenciar quién es quién, digamos que hay una edad en que todas por fin somos lesbianas, sin embargo, algunas se siguen esforzando por permanecer en un mercado siniestro, no lo hacen tan complacientes, hay huellas de violencia. Frente a mi departamento, mi novia me besa y yo aún tengo miedo de que algo malo nos pase, me animo, la olfateo y jugueteo con su suéter negro. En medio de una cafetería, ella interrumpe sutilmente nuestra sesión de fotos porque hay miradas sobre nosotras, concluimos con elegancia, fingiendo que no nos hemos enterado: una foto más, otro beso más, una foto más, un beso más. Ha pasado más de una década de mi lesbiandad intensiva y aún tengo miedo, sobre todo si es noche y no tenemos rutas de escape estudiadas. Admiro a cada mujer lesbiana que habiendo conocido este riesgo, desde muy pequeñitas o grandes, decide besarse con su amora frente a hordas enardecidas. Mi lesbiandad también ha invadido mi cuerpa de toda forma. En mis inicios lésbicos, tenía la convicción de que mi útero había desaparecido, supe que estaba mal entendiendo todo hablando con lesbianas de otras generaciones, así empecé a sentir las capas que revisten mi útera, mi memoria ancestral, a mi madre, a mi abuela, como si por fin pudiera entender de dónde brota la vida, la propia lesbiandad. Las lesbianas invadieron todo, vivo entre comitivas de lesbianas que me esperan a las afueras de casa o del hospital cuando algo ocurre. Mi madre, mis hermanas, las amoras que me acercan la medicinas, el taxi, la comida, una gelatina de frambuesa, el libro que nadie más consiguió y un elote bien preparado, con chilito del que no pica. Mi lesbiandad invadió todo, tanto que ya no queda algo que no lo sea en mi vida. No aspiro a que nadie tenga mi vida, no soy lo suficientemente bienaventurada ni creo que esto sea un paraíso más que para mí, aspiro a que todas sepamos que la heterosexualidad es fácilmente abandonable y que la lesbiandad nace a riachuelos bajo el mínimo pretexto, el brillo del sol cada día es un mínimo pretexto, como el de esta tarde de otoño. Hoy es 13 de octubre, hace varios años, las lesbianas de los encuentros autónomos feministas, en la abya yala, declararon este día como el Día de las Rebeldías Lésbicas, para las que desde esta cuerpa utérica y rebelde, nos seguimos enfrentando al mundo hasta destruirlo.