7 de enero

Esta madrugada, recibí en mi correo una copia de una novela que escribí el último año de preparatoria, hace 17 años, es corta, de cuarenta páginas exactas; en realidad, me parece muy larga para una jovencita. Ahí cuento cómo tras consumir un platillo, me comienzo a convertir en ave de plumas cafés y se me vuelve obsesión volar. Mi versión joven me describe escenarios de manera fiel, la forma como están acomodadas las cosas en mi cuarto, el jardín de mi mamá, la gente cercana a nosotras de esa época, diálogos precisos con mi amiga de toda la vida, hasta describo a la Muñe, su perrita. Mi hermanita menor también aparece narrada, tenía dos años, supe que mezclaba en su plato de frijoles sus juguetes y que nadie decíamos nada porque era la más chica, también está mi hermana mediana haciendo berrinches típicos a sus casi nueve años, sentada en un sillón frente a la televisión. Me permití contar sentires y sueños, así que el efecto de máquina del tiempo estuvo en todo su esplendor esta mañana, dialogué con los adentros de mi versión más joven, la que tenía 17 hace 17 años, y sí, si bien hay miles de cosas que hoy no sostendría, ni diría, ni pensaría, la forma como siento sigue exactamente igual. Me emociono igual, dudo igual, temo igual, me enojo igual, amo igual, yo sé que no está bien visto reconocerse en la misma de antes porque amamos «la fluidez y mutar y el cambio y soltar», pero no tengo por qué despedirme de mi colección de esencias a modo de respiritos en frasquitos que nadie más puede oler. Gracias, Luisa del pasado, por sostenerte en el viento.

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