Mis ancestras trabajaron su dolor a través de una rutina. Luego de una partida, ellas atendían los momentos con mucho esmero: despertar, desayunar, trabajar, comer, trabajar, dormir. Decían que sin uno de esos tiempos se iban a perder, y a veces pasaba, por eso atendían: despertar, comer, trabajar, dormir. El dolor seguía de todas maneras, pero iba siendo trabajado en la cotidianeidad. «Debo seguir con mis cosas», así decían, sostenerme en algo, como un bastón o como el barandal de una escalera sin fin, por eso agarraban su rutina, lloraban a sus personas muertas en el calor del comal o en el surco de los campos, debieron parar, pero además de que no podían, ellas sentían que sin su rutina iban a perderse, que la vida debía continuar aún con el dolor, con el soporte de una rutina, porque la vida estaba siguiendo y debía seguir. No creo que sea el mejor camino, pienso que es el camino de las que sobreviven al capitalismo, pero también creo que la rutina es un soporte muchas veces, marcarte los tiempos del día y acomodarte en esta vida que nos cambia todo el tiempo porque no queda de otra, o parar si puedes parar, las que puedan parar, las que tengan las condiciones para poder parar, pero de eso no sé, no es mi historia, no son mis condiciones.