Niña en la escuela

Con el inicio de clases, varias profesoras grabaron sus primeros días en el primero de primaria. La escena es más o menos la misma, el aula con sus bancas rígidas, contexto: pos-pandemia, la consecuencia: niños y niñas lloran desconsoladamente a la hora de entrada.
Las maestras, cada una en su aula, siguen la misma técnica, ignorar a quienes lloran y seguir su clase, usan la técnica de la distracción, no puedes detenerte en quien llora y debes distraer con una actividad, de todas formas se escuchan los llantos desquiciados. A ver, niños, dicen ellas, ¿qué animal es éste?, algunas y algunos dicen «león», pero los llantos de fondo aún así siguen. Es más, cuando el llanto ha cesado y parece que la técnica fue exitosa, los niños y niñas vuelven a llorar.
A mí esas escenas me parecen muy crueles aún cuando entiendo que no hay manera de sobrellevar ese llanto en un salón de decenas de estudiantes, en la escuela pública, en condiciones paupérrimas. Sin mucho esfuerzo, revivo cuando yo lloraba en el salón, ya que si bien no había habido una pandemia en mis tiempos, en casa salíamos poco y mi casa era mi único espacio seguro hasta entonces, así la escuela me parecía áspera, hostil, con reglas incomprensibles. Fui la niña chillona desde el kinder hasta el segundo de primaria.
Las maestras usaban la misma técnica, ignorarme porque creían que si se detenían a contenerme, lloraría más. También optaban por quejarse abiertamente de mí frente al grupo: «Ella llora porque es muy consentida», «dice la maestra que lloras porque estás muy consentida». Al final de los días, la técnica funcionaba por vergüenza, porque aunque dolía permanecer en la escuela, también dolía lo que la gente decía. Pronto, encontré otras formas de llorar, desarrollé episodios de nerviosismo y un doctor optó por recetarme medicamentos en el primero de primaria, mi mamá se negó. Con el tiempo dejé de llorar cuando más o menos entendí cómo funcionaba el mundo exterior, no hubo otra solución.
Hoy sé que no hay mejor manera de acompañar un llanto que validar emociones y pasar a otra actividad, pero pasar a otra actividad sin contener es cruel porque las emociones existen. Quizá debieron pasar muchas cosas que no pasaron, pero tampoco sé cómo no debió pasar, en esa época y en ese tiempo, donde hasta estaba bien visto que niños y niñas recibieran golpes «de corrección» en la escuela. De menos, a mí no me pegaba nadie.
Al mismo tiempo, la torpeza o crueldad pedagógica significó un aprendizaje valiosísimo para sobrevivir: A nadie le importa que llores o lo mucho que algo te duela, el mundo sigue su ritmo. No quiero agradecer todos esos años llorando, porque aún los revivo al ver un salón de clases con las maestras desesperadas grabando sus tiktoks, solo sé que todas aprendemos esa lección tarde o temprano, incluso de peores maneras, pero me da gusto jamás haberlo internalizado, y con todo y que no me guste recordar, recordar ese dolor de la escuela áspera, me hace saberme viva, me hace saber que así no debió haber sido ni debería seguir siendo.

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