Cinco minutos

Tuve cinco minutos de vulnerabilidad y le contesté al hombre alcohólico de mi edificio cuando me gritó: “¿Te pido un favor?”, mientras se acercaba a mi espacio vital de manera agresiva. Generalmente lo dejo con la palabra en la boca porque no hablo con hombres en ninguno de mis días. “No”, le contesté esta vez, de manera fuerte, mientras mis perros se disponían a protegerme entre ladridos. Él siguió hablando en tono cada vez más violento, decía que odia ver a mis perros, que no sé qué, que me demandaría por quién sabe qué. Me sentí temblorosa. Mi salud ha tenido estragos estos días, no puedo caminar mucho y tampoco tengo energía para hacer actividades de fuerza, al detener a mis perros con su cadena estaba haciendo mucha fuerza, pero él seguía provocándolos, alzándoles las manos como si les quisiese pegar. Estaba molesta por poner mi salud en riesgo por un alcohólico agresivo que no se quería quitar del paso, pero también me sentía débil porque no tenía la fuerza en el cuerpo para caminar a otro lugar, como hubiese pasado antes, así que me quedé congelada en un rinconcito mientras detenía a mis guardianes, hasta que por fin pudimos entrar. Minutos después, una vecina que vio todo, me dio palabras de aliento mientras me compartía que tampoco lo soporta, me sugirió no cruzarlo en el camino y guardar calma, le hice caso y desvié mi trayecto porque me advirtió que seguía en la esquina. En la tienda, pedí un poco de papas a la francesa y la señora me habló de la forma más amorosa que nunca una vendedora me había hablado, me hacía bromas sobre cómo si echaba una papa más o una menos, el precio cambiaba y reía como si hiciese una travesura. A la salida, la chica de caja, quienes generalmente no son amables por tanta explotación, se ofreció a cambiarme un producto con código de barras borroso, en un truco de su máquina de cobro que jamás me habían hecho antes, hablándome serena y amable. Seguramente fue una coincidencia de la universa, pero sentí cómo sus palabras me volvían, sin saberlo, mi alma a la cuerpa. Así me enseñaron que nunca está de más hablarle con cuidado a la mujer de junto, no sabemos cuánto pueden revivirla nuestras palabras cotidianas.

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