Cuando el patriarcado fue fundado, lentamente a través del tiempo, vino con esa violencia, ceremonias y rituales que reforzaron su poderío. En la fiesta anual de aquel pueblo mesoamericano, se ofrendaban mujeres. Una de ellas era desollada para que un varón se colocara su piel y se sentara en las gradas del templo, donde fingía ser ella. Luego de colocarse la piel se ponía a tejer o arrullaba los utensilios que ella usaba para comprender el cielo y las estrellas cuando estaba viva, otras veces, aparecían con las milpas entre las manos en señal de la sabiduría de la tierra de las mujeres. Frente a este hombre disfrazado se congregaban todos los hombres de la comunidad, disfrazados de animales diferentes; cada uno llevaba sus instrumentos de trabajo para que el hombre disfrazado de mujer honrara la vida de aquellos. El baile, se dice, duraba al amanecer. Tenían la convicción de que con esa ceremonia habían engañado a las diosas, para que por fin, celebraran sus tierras, los cultivos crecieran y los cielos dejaran de tronar. Las mujeres permanecían encerradas lejos del templo, las hacían cocinar largas horas mientras ellos se daban un festín, afuera se penetraban entre ellos, llenos de comida y alcohol, solo a las más pequeñas les estaba permitido ir a la ceremonia, así aprendían cómo aquella mujer fuerte era reducida a piel para el varón usurpador. Pero no olvidaron, regresaban con sus madres y abuelas, para recordar a aquella mujer en un círculo que unía sus vientres mientras cantaban con dolor para despedirla, con el paso de los días, la mujer desollada se aparecía en los senderos caminando como antes, cuando rebozaba de vida, los hombres le adjudicaron cantos peligrosos porque no podían con su conciencia, pero venía a acompañarlas a ellas, les gritaba que huyeran. De ahí venimos nosotras.