Genoveva

«Eso ya no es nada de nuestra familia», dijo mi tía Genoveva cuando se enteró que mi hija no necesitó a un padre para ser creada por mí. Debió enterarse por el chismoso de mi progenitor, su hermano, poquito antes de que él muriera. «Eso» es mi pequeña Siwuatl, la niña del mameluco de corazones rojos, que tengo prendada a mi seno mientras escribo. Por supuesto que no me lo dijo la tía Genoveva de frente, me lo contaron de oídas las que la escucharon expulsarnos de sus reinos. Si supiera que mi deseo nunca fue adscribir a mi hija a una línea paterna y que la muerte de mi progenitor se dio en punto de la hora en que mi prueba de embarazo marcó positivo, como si fuese una profesía de la caída del patriarcado. Pero yo no odio a la tía Genoveva, de pequeña la esperaba con todas mis primas y primos en navidad, porque contaba el chismerío, la tía vendría con muchos juguetes, y sí llegaba medio obligada, medio feliz porque le rendíamos honores, con chácharas que se sentían a tesoros. Cuando yo era niña, la tía Genoveva ya había rebasado sus cincuenta años, vivía en la ciudad de México, que por entonces decíamos «México», cada año nos contaba aventuras de esa ciudad tan enorme y extravagante hasta que se me volvió un sueño. La tía Genoveva fue la primera mujer en estudiar, se había ido a los dieciocho a estudiar enfermería, en contra de lo que su padre le había dispuesto, tanto fue el enojo del macho violento que la cacheteó en la terminal de autobuses, pero nadie hablaba de la violencia del señor, parecía que ella se había ganado aquel golpe por renunciar a su familia, la anécdota solo aderezaba la rebeldía de ella sin señalar al violentador. La tía Genoveva sufrió mucho en la gran ciudad porque estaba sola sin parientes, pero así salió adelante con dos jornadas laborales, en dos hospitales distintos, luego fue madre autónoma y malabareó para criar a sus dos hijos que siempre nos presumió como si fuesen héroes, dos muchachitos, por entonces, muy prepotentes que no bajaban a mi Tehuacán de un ranchote, por sus burros andando la terracería. Cuando yo me mudé a la ciudad de México, siguiendo la leyenda de la tía Genoveva, pero para estudiar Comunicación en la UNAM, la vi dos que tres veces, ya entonces debió tener unos setenta años, pero no los aparentaba, ya estaba pensionada y tenía tiempo de sobra, a veces me invitó a desayunar y me reiteraba que su única relación conmigo era que mi progenitor resultaba ser su hermano y que si ella alguna vez me ayudaba era para ayudarlo a él, quien me enviaba dinero para mis gastos. Yo entendía sus avisos reiterados y algo en mí sentía que la tía no me quería nada, pero agradecía la honestidad. Un día, a mis diecinueve, en uno de esos desayunos esporádicos, la tía Genoveva se ofreció a prestarme dinero para ayudar a su hermano y yo aproveché su oferta, no creo que lo hubiera esperado, hay una generación de señoras que te ofrecen ayuda y no esperan que un día aceptes, pero yo acepté, le pedí mil pesos para completar lo que ahorré con mi beca, para comprar una increíble laptop, ella tuvo que aceptar, para ayudar a su hermano, y yo fui feliz con mi compra lujosa, una imprudencia total, en la que embauqué también a mi madre, quien tuvo que sacar otros mil pesos a su vez, prestados del Coppel, pero rindió tan bien esa compu, que la usé lo que restaba de la uni y varios años más. Con el tiempo dejé de ver a la tía Genoveva y la deuda me atormentó por años porque no tenía cómo pagarlos, pero cuando tuve, había olvidado la deuda. Me tuve que acordar porque durante todos esos años la tía Genoveva hablaba de mí como una deudora, pero ya me preocupaban tantas otras cosas, que solo me prometí pagarle cuando la viera. La volví a ver en el funeral de mi hermano, la tía Genoveva, la máxima autoridad de la línea paterna, llegó a final de la misa a dar indicaciones, yo estaba ahí cuando llegó a solicitar a mi madre que hiciéramos una gran comilona post funeral, como se hacía en los noventas. Mi progenitor estaba en disposición y ya casi aceptando, pero mi madre estaba invisible por su dolor tan profundo de perder a su hijo, así que tuve que poner orden: «Tía Genoveva», la miré seria, «si usted quiere ir a hacer una reunión social, adelante, pero mi mamá, mis hermanas y yo estamos muy cansadas, nos iremos a casa». Esto que parece un momento insignificante fue una tormenta, la tía Genoveva se fue indignada y mi progenitor me vio decepcionado, cosa normal en la última década, yo salí con mi madre y hermanas directas a casa, pusimos las luces bajas y luego fuimos por las cenizas a pasar una última noche con quien ya no estaba ahí. Como si fuese una película de tronos y reinos, ese día yo había ganado, me había auto erigido como autoridad máxima de mi núcleo de mujeres y le había puesto un alto: Este no es tu reino. Pero yo no odio a la tía Genoveva, por ella supe que podía irme de Tehuacán, por ella supe que la gran ciudad se vuelve chica a nuestros pies, por ella supe que las mujeres podemos estudiar y migrar, y estoy absolutamente de acuerdo con ella, ella y yo no tenemos ninguna relación, yo siempre fui de la línea materna y solo el patriarcado nos reunió, pero era temporal. Mi tía Genoveva sigue cumpliendo años, casi noventa, le cambié el nombre porque tiene facebook. Aún no le pago los mil pesos, ahora por capricho, como si quedarme con el mote de deudora fuera una disculpa de aquella vez que le mostré que en mis reinos, estoy yo, mis hermanas, mi madre, y ahora mi hija. Un detalle histórico, pues.

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