El cuento de la sopa

Cuando el esposo de la abuela yacía en su lecho de muerte aún alcanzaba a refunfuñar: «¡Esto es un maldito matriarcado!» Él había esperado a que le rindieran pleitesía como a su propio padre, un hombre artesano tratado como rey en casa de adobe, a quien se le servían los platos oaxaqueños más exquisitos hechos por Leonor, su esposa, a quien rápido olvidaron una vez muerta de tanto parir hijos e hijas. Más tarde, a ese anciano, las hijas, los hijos, los nietos y las nietas le rendían honores en la mesa de comida de los domingos, «papá Pilo» le llamaban algunas, y así alcanzó a morir, coronado en un patriarcado en apogeo. Sin embargo, a diferencia de aquel viejo que murió como rey, este señor, en su lecho de muerte, no había corrido con tal suerte.
Si bien se casó con una mujer también, Azucena, de quien también se apropió hasta exprimirle treinta y cinco años de vida, no lavando un plato mientras estuvo con ella y tampoco tocando el jabón para lavar su propio calzón, gritaba que el matriarcado, «el maldito matriarcado» se había apoderado de su casa. En sus últimos años, sus hijas no preguntaban por él y si había un asunto importante, se discutía exclusivamente con su madre, a quien consideraban la verdadera reina soberana, asuntos como logros cotidianos, sueños, planes de viajes y futuros posibles solo se hablaban entre madre e hijas, el señor aquel era ignorado. «¡Me olvidaron por tu culpa!», reprochaba el moribundo a su esposa explotada. Las hijas y la madre se habían independizado de él aunque aún tenían que rendirle labores, mismas que concluyeron una vez que murió. Es cierto que en la balanza de la violencia, no había sido más macho que cualquier macho, ni menos padre que cualquier «buen» padre, pero aún así, no merecía pleitesía en un mundo en que para vivir requería explotar a una mujer, por eso ellas lo desconocieron con tranquilidad, sin dolor de por medio, hasta despedirlo como a un recuerdo del patriarcado.
Ese señor había acertado en una única cosa, el matriarcado sí existía y estaba en esa casa, no era aún una ginosociedad sino un matriarcado, es decir, una estructura que va buscando a la ginosociedad. Por eso, se le retiró la palabra; por eso, se le dejó de rendir culto, como en los matriarcados del mundo, donde los hombres no pueden tocar el alimento sagrado o tienen que guardar silencio en la casa de las mujeres, aunque aún así gobiernan porque los matriarcados persisten como recuerdos ginosociales en estructurales de dominio patriarcal. Ese «maldito matriarcado» no era la caricatura burda de «un patriarcado a la inversa» como imaginaba el moribundo, era aún peor, era el primer aviso del retorno silencioso al mundo ginosocial.
Pero no solo había pasado en casa de tu abuela, las mujeres de cada nodo, en todo el mundo, fueron recuperando su ginosociedad, dejaron de creer que habían nacido para estar con los hombres, dejaron de creer en maridos, en padres, en abuelos, en hermanos… y comenzaron a reconocerse entre ellas. Algunas tuvieron que acelerar el proceso, un poco de sopa para el violador o navajas ante el feminicida en camino, vimos muchas cosas y tuvimos que pasar por tanto.
No sabemos cuándo inició la rebelión en su fase final y tampoco hemos olvidado lo que ocurrió, por eso nos mantenemos a la defensiva porque si nos descuidamos, volverán sus tiempos. La fortuna, querida niña, es que así nacieron ustedas, las niñas de un mundo de las mujeres, las niñas libres, hijas y nietas de mujeres, las niñas del futuro que no vieron morir a sus propias madres atendiendo hombres, las niñas a quien nadie les dijo que por destino e «instinto» requerían estar con un feminicida por «amor».

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