Primer día de clases

Mi hermana nació cuando yo tenía quince. En la calle donde vivíamos decían que en realidad era mi hija. Mi hija de a mentis tenía un mameluco verde cortado de los pies y decía palabras extrañas, escuchadas de sus cuentos infantiles. Cuando entró al kinder, mi hermano, entonces adolescente, enfermó de cáncer y mi madre venía a la ciudad a cuidarle sus quimioterapias. Yo iba a Puebla a cuidar a mi hermana de entonces cuatro o cinco años, quien se quedaba sin su mamá, pero yo era una adolescenta también, rondando los diecinueve, una universitaria de la ciudad, muy mimada por aquella época, y no tenía mucha noción de la responsabilidad. Cuando mi hermana lloraba porque no quería ir al kinder, yo simplemente no la llevaba, me parecía que suficiente teníamos con la situación como para obligarla a entrar a la escuela, además yo había sido una niña llorona del kinder y terminaba llorando junto a ella, cada mañana en el portón, de solo rememorar el dolor de ir a la escuela. Así, nos ibamos a pasear al centro de esa ciudad poblana, ella con su uniforme amarillo con verde, y comprábamos chacharitas, diademas, pulseritas, adornos de cabello mientras la jornada de la escuela concluía. Mi madre se enteró hasta años después cuando la crueldad del cáncer había terminado. Y también cuando mi hermana ya tenía la edad que yo tenía entonces, volviéndose otra joven de 19 años, una muy distinta. Y yo simplemente llegué a los «casi 35», como suelo decir ahora.

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