En casa todo debía ahorrarse o usarse hasta que le salieran hoyos. De niña creía que mi madre era malvada y tacaña. Más tarde supe que sin ese ahorro, no hubiéramos podido sobrellevar los gastos. Hoy pienso, sin ánimos de edulcorar la pobreza, que hay un halo sagrado en esas prácticas de las mujeres. Estrella, mi madre, agradece al trapito de la cocina cuando ya no da más, agradece a la cubeta despintada que después de tanto uso va a tirar, agradece a su sacudidor por durar más tiempo, a la libreta donde anota todo hasta dejar cada hoja tapizada por ayudarla con sus cuentas. La he escuchado despedirse de sus cosas como si fueran personas y les dice gracias, gracias por trabajar tanto, por existir, por dar. De niña pensaba que era graciosa o quizá, debo confesar, un poco ridícula, hoy creo que sus palabras son un resabio de lo sagrado que yo no alcancé a entender. Son un resabio de un mundo desconocido, el de las abuelas que agradecían a la tierra. No solo se trata de ahorrar o de rehusar sino de entender que en cada objeto hay un acto sagrado porque hace posible la vida misma. El problema hoy es que estamos rodeadas de objetos innecesarios en el capitalismo más feroz. Y quizá lo más grave, no sabemos qué es la vida misma.