“¿Qué fue lo que te hizo dudar del doctor?”, me pregunta una compañera del grupo prenatal mientras conversamos en el círculo de asistentes. Ya estaba a punto de contestarle: “Pues que es hombre”, cuando al mirarla, me acordé de medir mis palabras porque sus esposos estaban junto a ellas. El grupo prenatal al que voy es como todos, una alabanza a la heterosexualidad, pero me aguanto porque hay que elegir las batallas. No le creí al ginecólogo aunque me había hecho un ultrasonido al momento, aunque yo sangraba y chorreaba mis piernas, no le creí aunque el dolor similar a cólicos menstruales era insoportable, y no le creí simplemente porque es un hombre. “Esto es un aborto inevitable”, había dicho él de mis veinte semanas de embarazo, “hay ruptura de membranas, te pasaremos a sala de expulsión para interrumpir tu embarazo”. Yo miré el ultrasonido tratando de encontrar lo que él decía, pero no veía eso, en cambio, veía a mi hija corriendo en su líquido amniótico, plácida, como siempre. Es un imbécil, no sabe nada, me convencí aunque el dolor de sus palabras ya me quebraba la fuerza para caminar. “Tengo derecho a una segunda opinión”, le dije entre lágrimas, en medio de la sala de urgencias. Mi comitiva de amigas ya estaba afuera del hospital y mi novia vino cuando empecé a pedir entre gritos que me ayudara, frente a un público asustado de mujeres embarazadas de la sala de espera que la miró saltarse la famosa regla de no familiares adentro. A ella le repitieron el diagnóstico: “Aborto inevitable por ruptura de membranas”. No, dije no, dije más veces no. Ella congeló el tiempo y me dijo que haríamos lo que yo quisiera. Quiero que me saques de aquí, no es verdad lo que él dice. Las enfermeras, las doctoras, ya me veían con desdén normalizado, era yo simplemente una señora en negación de la pérdida de su embarazo. Llamé a mi segunda opinión, mi ginecóloga, aún con la sangre saliendo de mí, y ella no me dio esperanza: “Si eso dicen en el IMSS, es probable que así sea, pero ven, aquí te reviso, vamos a revisar”. Atravesamos la ciudad con mi comitiva de mujeres, mi novia me contenía entre abrazos y yo perdía la esperanza cada tramo. La segunda opinión desmintió todo, no había ruptura de membranas, había perdido un poquito de placenta, pero la beba estaba intacta, el líquido estaba bien, mi embarazo continuaría las semanas venideras hasta inflarme más la útera de vida. Esa noche, mujeres lanzarían plegarias desde diferentes lugares de la tierra para mantenerla conmigo y yo me entregué al reposo durante un par de semanas. “¿Qué fue lo que te hizo dudar del doctor?”, me pregunta mi compañera del grupo prenatal, con quien comparto número de semanas y volumen de panza, y yo contesto: “Porque en el ultrasonido no se veía lo que él decía”, parece que mi respuesta la descifra al instante, o eso deseo, porque yo aunque no entiendo de ultrasonidos, entiendo de patriarcado y sé que en ellos no podemos confiar.