La mujer empoderada no cree en el opresor porque ella es libre. Viste como quiere, gana lo suficiente para cambiar un par de zapatos cada tanto y consume un rico café en la terraza que le plazca. La mujer empoderada aborrece hablar de opresores porque le ponen la mente a pensar en ellos cuando ella ha nacido libre. Ella piensa en otras, pero nos acota: sin mencionar a ellos. No sé cómo lo hace en un mundo donde los hombres matan a las mujeres, en un mundo donde ellos violan niñas a cada segundo, donde se tapizan paredes con caras de desaparecidas que ellos se llevaron. La mujer empoderada cree que el patriarcado está en nuestra mente y que solo bastaría dejar de pensar en éste para que desapareciera. La mujer empoderada ya llegó a un nivel de pensamiento sublime y no se rebaja a dialogar con otras, le da flojera que otras denuncien a violadores porque las considera empantanadas en victimización. Ella, al contrario, manifiesta futuros positivos y los acumula en anaqueles dorados. La mujer empoderada no quiere ensuciarse hablando de violencia de los hombres, pero tampoco sabe qué hacer con el enorme elefante de la habitación que son ellos, en cada calle, en su casa o en la casa de las otras. La mujer empoderada quizá debería darse cuenta que no hay libertad si no hay lucha, esa lucha que aborrece porque implica ponerse en diálogo con otras, al descubierto de quién es y somos, ella prefiere la seguridad que le ha dado el hiperindividualismo y lo disfraza de crítica de la crítica. La mujer empoderada debería saber que la fantasía de ser libre no es cierta mientras haya una sola mujer que nos falta. La mujer empoderada un día quizá se entere que siempre valdrá denunciar al opresor mientras él ponga sus manos en una sola de nosotras, pero lo que no sabe la mujer empoderada es que se habla de ellos con una única razón: para acabarlos.