Mi madre Estrella me enseñó a ser lesbiana cada día que con su caja de herramientas se aventuraba a componer nuestra instalación eléctrica, las tuberías de agua y construía con sus manos, el jacal de madera que hizo de nuestra cocina en el patio enyerbado que ella limpiaba cada tanto con pico y pala. Yo soy bien torpe para eso y confundo cables, pero aprendí de su fuerza que no se necesitaba más que su propia cuerpa para bastarse a sí misma. Mi abuela Amelia me enseñó a ser lesbiana a los seis años que nos citó a todas para avisarnos que se divorciaría del esposo golpeador, no entendía mucho más que era la primera mujer de esa región del pueblo que pedía un divorcio. El abuelo la echó de su casa y mi abuela con la entereza de su cuerpa se construyó un jacal de madera en un terreno abandonado que era de su propiedad, un terreno secreto que ella había preparado todo ese tiempo de esclavitud heterosexual, también preparó un terreno para sus hijas que les heredó al morir. Más tarde, mis amoras lesbianas me enseñaron a ser lesbiana en su amor bonito, en sus palabras llenas de templanza, en su despreocupación por el qué dirán. Mis amoras lesbianas me enseñaron a ser lesbiana en el calor de su cuerpo bajo las sábanas, en el proyecto nuevo, en la delicia de un amanecer…con su desayuno.