Tengo una relación muy complicada con el trabajo en el hogar. Estela me permitía no lavar trastes ni mi ropa en nombre de la escuela. Mi padre se molestaba porque estaba criando a una “inútil”. Él quería que yo le sirviera la comida y que le quitara sus zapatos al llegar a casa. Mamá me decía que continuara estudiando, que los platos ni los calzones eran motivo suficiente para arrebatarme una hora de mi tiempo, para aprender un tema u otro, mucho menos para hacer trabajo a mi papá. Crecí enfocada a trabajar, primero estudiar, luego trabajar. No quiero decir que fue lo ideal, debí haber comprendido antes que el trabajo que yo no hacía era sobreexplotación para ella, lo entendí mucho tiempo después. En la secundaria, sentía muy feo que mis amigas lavaran la ropa de sus hermanos hombres, pensaba que en su casa no las querían; ella a su vez pensaban que a mí no me querían por hacerme una inútil. Salí de mi casa un 2 de agosto de 2005, en un día lluvioso, como este, para venirme a vivir a la Ciudad de México, tenía 17 años con 7 meses, la prepa recién concluida. A veces me pregunto por qué mi mamá me dejó venir con tan poca edad. Mi respuesta es siempre su tierna juventud, ella tenía 36 años cumplidos, un hijo y dos hijas más, yo era la mayor, quizá no sabía de los peligros de la ciudad, quizá no tuvo tiempo de pensar en eso, tampoco es que tuviera dinero para mantenerme, pero creía que ahorrando podría yo estudiar en la famosa universidad pública, debieron creerse uno a uno los cuentos de aspiracionismo neoliberal, y pudieron. Ahora veo las caras de las muchachas de 17 y yo no las dejaría irse si fueran mis hijas, a un departamento con gente desconocida, a seguir un sueño borroso, en una ciudad feminicida, o seguramente sí, pero con muchas condiciones de seguridad. Me vine segura, me sentía adulta, la gente de mi edad preguntaba en casa si podía salir mientras yo me las arreglaba con mis latas de atún. El trabajo en el hogar siguió siendo complicado, podía no usar platos por semanas por comer directo de la lata y por años no supe qué era una sopa caliente. Mi ropa la lavaba a mano hasta no hace mucho, cada fin de semana porque no tenía para más puestas. En general me ha costado acercarme al trabajo en el hogar aún cuando soy yo la única a cargo de mí. Cada vez he ido aceptando más cosas, comer bien, no dejar que se acumulen los platos, arreglar una alacena, me sigue pareciendo cada vez menos horrible porque de eso depende mi salud, pero no siempre creí que una buena sopa me la “merecía”, ni que el tiempo para comer y solo comer estaba bien, yo debía trabajar mientras comía, para eso estaba hecha, tampoco entendía por qué era importante un cuarto limpio, aún hoy me cuesta entenderlo aunque trapeo por monotonía. Hoy escuché a N, compañera feminista que además es madre, nos contaba con mucha emoción que la hija ha entrado a la prepa. Decía que a pesar de las circunstancias, ella está saliendo adelante, que a pesar de lo que han enfrentado, ella se abre camino. En mi ciudad natal yo era una chica esperando por la vida heterosexual, como todas, pero mamá me sacó. Caí en cuenta que por eso mamá me dejó venir. Ella no quería que me quedara lavando platos a mi papá, que mi cuerpo de joven se quedara acosado por los vecinos de la colonia, que sopesara en el calor de la opresión que al final sí debía trabajar para ellos, me sacó a su manera de lo que me esperaba si seguía ahí, me lanzó lo más lejos, por eso me dejó venir, no por joven, no porque no midiera riesgos, me sacó de lo que me esperaba, y a ella debo todo, me alejó de lo que ella vivió, por eso me permitió venir a una ciudad hostil de la que he aprendido tanto, pero nunca más que de mi propia madre. Hace 14 años ya, en un día lluvioso como hoy.