Me acaban de devolver el último borrador de tesis que estoy haciendo, ya con comentarios. Mejor dicho, acabo de abrir el documento al que me había negado dos semanas. No puedo dejar de sentir sorpresa por el trato de las universidades privadas, más bien, de esta universidad privada y de este posgrado. Estudio ahí porque obtuve una beca y no han sido pocas veces las que me he preguntado si vale la pena seguir cuando el tiempo no me rinde más, sobretodo este año en que mi salud ha sido delicada como un hilito de agua. Me pregunto qué hubiera sido de mí de no haber pasado por la universidad pública donde cursé la licenciatura, y en cambio, hubiera ido en un golpe de suerte, en otra vida, a una universidad privada. Acá me tratan con respeto, todo comentario es amable, no hay exceso de trabajo ni tampoco despliegues de jerarquías, es más, me hacen sentir como cuando estudiaba en la primaria particular y me llenaban de florecitas por cada buen trabajo y examen. Miss, decíamos el coro de diez niñas, porque así se usaba en los noventa, ¿podría esperar a que Fany acabe de sacar la punta a su carmín?, y la maestra Pati esperaba atenta, no había prisas y una vez al bimestre, cada asignatura tenía un día distinto para ser evaluada, el lunes había examen de español, el martes de matemáticas. Cuando llegué en cuarto de primaria a la escuela pública no me pude sobreponer a que no hubiera más colores carmín ni a que el examen general fuera todo el mismo día, había que contestar geografía, matemáticas, español, historia todo en el mismo bonche de hojas y nadie entendía qué pasaba en el aula llena de ruido y de hambre. Mi maestra Juanita me arropó como la hija que no había tenido y le parecía curioso por qué esperaba yo a usar carmín para las mayúsculas y tildes, como si yo fuera una muñequita viviente llena de artilugios, al final de año por eso me regaló una diminuta muñequita de vestido blanco y nunca supe bien qué hacer con ella porque sentía que era un amor que no le podía corresponder: ser la hija que no tuvo. Mi maestra tenía un hijo de mi edad y él siempre parecía distraído, como una caricatura cómica, le costaba escribir y siempre hacía ruido, chistes incomprensibles junto a otros niños de clase, Juanita le pedía atención y me veía deseando haberme parido a mí en lugar de él. Pobre Carlitos, pensaba yo, ahora entiendo la claridad política de mi maestra. A Carlitos nunca le molestó el amor que sentía su madre por mí y me veía entusiasmado imitando la forma como acomodaba mi libreta en el pupitre. Después de Juanita ninguna otra maestra me arropó y estuve lista para llegar a la universidad pública, donde todo el tiempo parecía que yo debía perdón por existir, a veces ni siquiera me miraban y era raro que alguien recordara mi nombre a menos que se tratase de un hombre o una mujer de familia exiliada española. Ahí simplemente me convencí de que escribir ni la academia era lo mío. Soy injusta porque Carmen, mi asesora de tesis, siempre insistió en que debía tener una asignatura en la carrera y me pedía concursar con insistencia, pero solo era Carmen y yo era una muchachita en el patriarcado, las palabras de Carmen no tenían tanto poder. Sospecho que de haber sido otra Luisa, nacida en otra clase social, y educada en una universidad privada, estaría ocupando un escritorio de alguna de esas instituciones, también privadas, como mis maestras del área de arte y cultura y suspiro con alivio porque no fui, afortunadamente. Y suspiro porque aunque la educación pública fue para mí como un IMSS gigante, me hizo ser esta que soy, pero no debería seguir siendo así la universidad pública, con su gente intocable y sus jerarquías de monarquía. Y tampoco debería sentirme maravillada porque en la universidad privada me escriben comentarios con tranquilidad y mucho ánimo, como si yo fuese una gran escritora. Pero me asombra y les cuento. Y me acuerdo de Juanita y de su hijo Carlitos, de paso.