Hace quizá unos diez años, me capacité como acompañanta de aborto. En muchos papelitos, la organización convocante había anotado las frases más estigmatizantes del aborto. Cada participanta, sacábamos un papelito de una caja y lo leíamos para todas. Si estábamos de acuerdo, nos íbamos a la izquierda del salón; y si no estábamos de acuerdo, a la derecha. Uno de esos papelitos decía: «Tener un aborto es acabar con una vida», casi todas nos fuimos a la derecha, excepto una compañera a la que con disimulo tachamos de «confundida» o quizá hasta «conservadora». Como teníamos que explicar nuestras respuestas, alguna de mi improvisado equipo dijo lo que solíamos decir: «Aún no es una vida» y la compañera solitaria de la esquina contraria argumentó: «Sí es una vida, pero es más importante la vida de las mujeres». Nos quedamos súbitamente calladas. Nos dimos cuenta cómo la mayoría habíamos llegado a esa capacitación creyendo que un embrión es un cúmulo de células «sin vida», tan solo «impulsos», y eso nos consolaba para ser acompañantas de aborto, como si negar la vida nos fortaleciera de alguna forma. No recuerdo mejor momento de mi capacitación que aquel, por cierto, no planeado por la organización convocante, donde entendí que no se trataba de los límites bioéticos de un embrión sino de nosotras, de nuestra vida por encima de todo, así ya no importaban los debates de las semanas ni los diretes científicos de ninguna institución. Hace poco una compañera de un sitio lejano, me contaba que para ella sí era una vida y estaba a favor del aborto, un poco apenada por lo que ella pensaba era una incongruencia, pero yo le contesté que también creía lo mismo y se me vino aquel día de la capacitación, el cual rememoré para ella. Imagina esto, aún conscientes de la vida otra, presente y potencial, las mujeres deciden sobre su vida ésta, sobre su cuerpa entera, sobre sí mismas, sobre su presente y su futuro. Qué potentes somos, qué enormes, como diosas feroces y frugales a la vez.